No me abandones en mi vejez”, murmuró el anciano Naftalí.
“Por favor, te lo ruego; no me abandones en mi vejez”, repetía una y otra vez.
Era un hermoso día de primavera. El sol brillaba radiante en el cielo claro, azul. Las finas nubecillas blancas parecían apenas bolas de algodón. El día era cálido y agradable, pero al pobre y anciano Naftalí el mundo le parecía un sitio oscuro, frío y cruel. Estaba solo y triste, y no podía gozar de la belleza del día.
“Rogamos tener una vida larga y feliz”, pensó. “¿Pero es esto con lo que soñamos?” Naftalí estaba totalmente solo en el mundo. Sus hijos se habían casado y se fueron a vivir lejos. Su mujer había muerto. Y por si esto fuera poco, la gente del pueblo ya no lo necesitaba más. Nadie tenía trabajo para un pobre anciano cansado.
Naftalí había trabajado duro durante toda su vida. No era un haragán, pero siempre había sido pobre. No había podido ahorrar dinero para su vejez. Eso nunca le había preocupado o asustado. Todavía quería trabajar, aunque ahora era un anciano. Gracias a Dios gozaba de buena salud, pero algo andaba muy mal.
Había cercas que reparar, techos que remendar, casas que pintar, muebles que arreglar y jardines que plantar y desyerbar, pero el pobre anciano Naftalí nunca tenía trabajo. La gente del pueblo ya no lo necesitaba más.
Siempre que iba a pedir trabajo, la respuesta era la misma.
“Eres un buen hombre, Naftalí. Eres un hombre honesto y trabajar. Has trabajado toda tu vida, y ahora eres demasiado viejo. Este trabajo es muy difícil para ti”. Todos contrataban a hombres jóvenes para hacer el trabajo, hombres jóvenes y fuertes cuyas manos no temblaran y cuyas espaldas no se cansaran fácilmente por estar inclinados demasiado tiempo.
Nadie tenía trabajo para un hombre viejo y cansado, que había trabajado duro toda su vida.
“Oh, ay de mí”, gemía el pobre Naftalí. “¿Qué será de mí? Mírenme en mi vejez”. Meneaba la cabeza y acariciaba su barba larga y plateada. ¿Dónde obtendría alimentos? ¿Cómo se mantendría caliente durante el crudo invierno? La vida no tenía atractivo alguno para el anciano Naftalí.
En la aldea nadie lo necesitaba, y Naftalí no sabía a dónde ir o qué hacer. “Quizá vaya al bosque”, pensó. “Quizá los pajaritos que cantan en los árboles me alegren. Los animales del bosque pueden aliviar mi soledad”.
El silencio y la paz del bosque llenaron de felicidad a Naftalí. Olvidó sus preocupaciones. Había toda clase de bayas en los arbustos del bosque que acallaron su hambre. Halló un pequeño arroyito donde se refrescó con agua fría y cristalina. Pensar en sus problemas no sólo lo había entristecido sino también cansado. Se sentó en el tronco de un árbol caído para descansar un rato. Mientras estaba sentado allí, con la cara entre las manos, y recordaba días más felices, por sus mejillas viejas arrugadas comenzaron a correr lágrimas, y se echó a llorar amargamente. Lloró tan fuerte, y sus pensamientos lo llevaron tan lejos, que no escuchó los pasos que se acercaban. Por eso se asustó mucho cuando de repente escuchó a alguien que decía: “Naftalí, ven conmigo. Naftalí, te necesito”.
La voz era cálida y amistosa. Naftalí se frotó los ojos y miró sorprendido. Frente a él había un granjero anciano vestido con un mameluco, con los ojos más claros y bondadosos que jamás había visto. Dulcemente el granjero dijo a Naftalí:
“¿Por qué estás sentado aquí, solo, llorando, en un día tan hermoso, rodeado de la bella naturaleza de Dios?”
“Es difícil, amigo, ser feliz y disfrutar de la belleza de la naturaleza y el sol, si uno es viejo, no tiene dinero y nunca puede conseguir trabajo”, contestó Naftalí con tristeza.
El anciano granjero apoyó su mano sobre el hombro de Naftalí. Era grande y fuerte, y Naftalí se sorprendió de que fuera tan liviana como una pluma. Comenzó a invadirlo una maravillosa sensación de calidez. Su sangre empezó a correr más rápido por sus venas y empezó a sentirse más fuerte y joven.
“Necesito para mi huerto un hombre de tu experiencia”, dijo el bondadoso granjero. “Y por la edad, estoy seguro de que tú eres un jovenzuelo si te comparo con los años que yo llevo sobre mis cansadas espaldas.
Naftalí estaba muy contento. Se levantó con entusiasmo, y siguió al granjero hasta un valle cercano. Estaba tan entusiasmado y contento que ni se le ocurrió pensar en que nunca había visto a este granjero o que nunca había escuchado nada sobre la existencia de un valle detrás del bosque.
En el medio del valle había una hermosa huerta de frutos en la que Naftalí trabajó toda la tarde recogiendo la fruta madura de los árboles. Cuando se puso el sol, el viejo granjero le dio a Naftalí una cesta con las peras más lindas y le dijo:
“Este es tu pago por el trabajo de hoy. La gente te comprará gustosa estas peras una vez que haya probado su delicioso sabor.
Naftalí se sintió un poco desilusionado. Quería ganar dinero con su trabajo, y en lugar de ello recibía una canasta llena de peras. Pero era un buen hombre, de modo que no protestó. “Gracias”, dijo amablemente. “Gracias por darme trabajo. Adiós. Espero que nos volvamos a ver.
Naftalí estrechó la mano del anciano granjero, tomó su canasta y emprendió el regreso a su hogar.
Caminó lentamente porque estaba cansado y la canasta era pesada. Después de un rato, decidió descansar. Y como tenía hambre y sed, y no tenía qué comer, tomó una de las peras de la canasta y la mordió. Ninguna otra pera que probara en toda su vida había tenido un sabor igual.
¡Decididamente, estas peras tenían algo especial! El sabor, dulce y delicado, era más que delicioso, más que refrescante. Parecían tener todo el sabor y el poder alimenticio de los frutos del ‘Jardín del Edén’, donde vivieron Adán y Eva. Naftalí volvió la vista en dirección al valle donde se encontraba la huerta de frutales.
“Sería bueno recordar el lugar donde crecen unos frutos tan extraordinarios. Quizá pueda volver allí algún día para conseguir más trabajo”, pensó. Pero, ¿dónde estaba el sendero? ¡Por más que lo buscó, no pudo volver a encontrar el sendero que conducía al valle! El bosque lo rodeaba todo. Era realmente extraño. ¿Habría sido un sueño? ¿Se había dormido sobre el tronco de un árbol? Naftalí se pellizcó a sí mismo para asegurarse de que estaba despierto. Y allí, a su lado, estaba la canasta de peras, como prueba de que todo había sido real.
“Entonces”, pensó Naftalí, “Dios debe haberme visto sufrir y por eso envió un ángel para ayudarme. El anciano granjero puede haber sido el Profeta Elías u otro de sus numerosos mensajeros. Alguien se preocupa por mí. Aún puede sucederme algo bueno.
Naftalí continuó rumbo al pueblo. Su canasta era pesada, pero esta carga era más liviana que los sentimientos de desesperanza y desaliento de esa mañana. Ahora tenía coraje y esperanza. El porvenir parecía brillante.
A la mañana siguiente Naftalí llevó la canasta de peras al mercado. Con voz clara y enérgica, una voz que parecía la de un hombre joven, saludable y fuerte, gritó:
“¡Vengan, amigos míos! ¡Apúrense! ¡Apúrense! ¡Vengan y compren el mayor deleite de sus vidas. ¡Peras preciosas, especiales! ¡Cien pesos la pera!”.
La gente volvió la cabeza para mirar. En el primer momento, en el mercado se hizo silencio; luego, algunas personas se echaron a reír.
“El anciano Naftalí debe estar loco. Está diciendo tonterías. ¿Cien pesos por una pera? ¿Quién escuchó alguna vez una cosa tan absurda?”.
Naftalí sonrió y meneó la cabeza.
“No se preocupen, viejos amigos. Estoy bien. No estoy loco. Vengan. Prueben un trozo y luego comprenderán por qué pido un precio tan elevado”.
Naftalí tomó una pera grande y hermosa, perfecta en color y forma, y la cortó en muchos, muchos trozos finos. Ofreció estas muestras al grupo que lo rodeaba. Sonrientes, todos tomaron un trozo hasta que no quedaron más. A medida que comían las pequeñas rodajas de pera, desaparecían lentamente las sonrisas y se veían sorprendidos y atónitos.
“¡Increíble!”, exclamaban. “¡Maravilloso! ¡Fantástico! ¡Fabuloso! ¡Estas peras tienen el sabor del Gan Edén! ¡Estas peras no son de este mundo! ¡Por favor, Naftalí! Otro trocito... Sólo un trocito más...”.
La excitación se estaba apoderando del lugar. Cada vez había más gente. ¿Qué sucedía? ¿Peras preciosas del Jardín del Edén? Nadie había escuchado jamás una cosa semejante. Los afortunados que habían probado las peras no querían moverse del lugar. Estaban inmovilizados, con las manos extendidas, y pedían, imploraban, otro trozo de pera. Pese a sus súplicas, Naftalí se negó a cortar otra pera. Sujetó con fuerza la canasta de frutas, y gritó bien fuerte, en voz alta y poderosa:
“Escuchen, queridos amigos. ¡Observen cuán satisfechos están los que tuvieron la suerte de probar estas peras! ¿Vieron cómo se sorprendieron y cómo ahora piden más? Créanme, estas peras bien valen cien pesos cada una. ¿Quién sabe si alguna vez en sus vidas tendrán otra oportunidad de probar unas peras tan especiales como éstas?”.
Naftalí se mostró firme y rechazó todas las ofertas de pagos más pequeños. En unos pocos minutos, todos los que tenían el dinero se acercaron a comprar peras. Algunos hasta corrieron a sus casas para buscar el dinero. Después de sólo media hora, había vendido todas las peras; todas, excepto una. Por todos lados veía manos extendidas que le ofrecían cien pesos y le pedían esta última pera.
Naftalí meneó la cabeza.
“No hay más”, dijo. “Esta pera no se vende. Es para mí”.
La gente le ofreció más dinero, pero Naftalí no cambió de idea. No vendería la última pera ni por todo el dinero del mundo.
Naftalí se sentía feliz y agradecido. En su hora de miseria y oscuridad, Dios lo había ayudado. Había vendido toda la canasta de peras, y ahora tenía suficiente dinero para el resto de su vida. Nunca más precisaría preocuparse por tener suficiente comida para vivir. No tendría que sentir miedo de sufrir frío en invierno.
Naftalí se dirigió a su casa. Estaba cansado, pero se sentía bien. Se sentó en su silla vieja y gastada, sacó su pequeño cuchillo, y cortó cuidadosamente en trocitos la última de las peras preciosas. Pronunció una bendición especial de agradecimiento a Dios por haber creado los frutos del árbol, y su corazón se llenó de gratitud. Luego, muy lentamente, comió la pera. Masticó cada trocito cuidadosamente, para que el delicioso sabor de la fruta continuara en su boca por mucho tiempo.
Cuando hubo tragado el último trozo, fue al jardín y plantó las semillas. “Quizá no viva para ver crecer de estas semillas el nuevo árbol”, murmuró lentamente. “Pero algún día otras personas pobres y ancianas podrían necesitar ayuda, y quizás, al plantar estas semillas, yo les pueda ayudar. De ese modo estaré agradeciendo a Dios la ayuda que me brindó en mi momento de mayor necesidad.
Los años pasaron. Naftalí vivió lo suficiente como para ver a las jóvenes plantas salir de la tierra. Vio a las plantas crecer más y más, hasta convertirse en jóvenes árboles. Los árboles maduraron y comenzaron a dar su fruto.
Cuando Naftalí llegó a una edad muy anciana y estaba listo para irse al Cielo, dejó un testamento. El dinero que le quedaba debía usarse para cuidar sus árboles frutales de modo que con ellos se pudiera ayudar a todos los pobres y ancianos.
Y así fue. Durante muchas generaciones, “las peras preciosas de Naftalí” eran muy apreciadas por su delicioso sabor y su especial valor nutritivo, particularmente por su valor alimentario para las personas pobres y ancianas.