miércoles, 4 de abril de 2007

Sobre la muerte

Amigas inseparables desde el principio de los días, la muerte y yo caminamos cogidas de la mano.

Me visita en sueños, me invita a sentarme con ella incluso en la vigilia, en la acción cotidiana de mis días.

Solo quiere asegurarse de que no le tengo miedo, de que sigo siendo su amiga.

Y es que la muerte, amigos, se siente muy sola, todos se asustan y pretenden huir de su frío abrazo. No saben de su oculto calor, ni de su fidelidad amorosa, ni su extraña ternura.

Ella vuelve una y otra vez, me comenta, me mira, me dice… y yo le respondo, pienso en ella y siento. Entonces la acepto, le dejo elegir. No lucho, y acepto mi condición de mortal, dispuesta a partir en cualquier momento.

Pero una vez he aceptado, ella se despide de nuevo y se va, seguramente, en busca de nuevos amigos.

Entonces me doy cuenta de su eterno e infinito regalo, porque de nuevo tengo que asumir y aceptar la vida. Y lo hago con gusto, como algo nuevo. Y reviso mis posibilidades, mis responsabilidades, mis valores.

Y quiero, con todas mis fuerzas, vivir plena y conscientemente. Y quiero ser amiga de la vida. Y un día, cuando me visite la muerte de nuevo, y sea la vez definitiva, no quiero dejar un triste rastro de lamentos. Quiero partir y seguir mi camino gozoso, en ese misterioso mundo, tan igual, tan paralelo, que bien conozco, aunque sea en la olvidada trastienda de mi recuerdo.

Y como tantas veces, tengo que dar gracias a mi amiga la muerte, porque ella, tal vez sin pretenderlo, me ha ensañado algo de valor incalculable. Me ha enseñado a valorar, a agradecer, y me ha enseñado a amar la vida y a vivirla más plenamente. Eso, inevitablemente me lleva a valorar, agradecer y amar la muerte, con la misma plenitud.

Estoy convencida de que lo doloroso, en el lecho de muerte, no es morir, si no descubrir que no hemos vivido. El miedo no es por la separación de lo que amamos, si no por la propia decepción de aquello que, pudiendo, no fuimos capaces de amar.

No duele la muerte, sino el dolor reprimido, el llanto no llorado, la alegría no compartida, el amor no amado.

Vivir, es despedirse y encontrarse. Morir, es despedirse y encontrarse.

Acerquémonos sin temor a conocer, a ser amigos de algo, que al fin y al cabo, es parte de nosotros y, en cierto modo, inevitable. No hay principio sin final, ni final sin principio.

Maria Hoyo

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